22/12/08

El Pueblo Carlista, la realidad plural del Carlismo

El término Pueblo deriva del latín populus y puede remitir, en un sentido de sociedad, a un conjunto de habitantes de una nación (o a una parte de ella, de una región o un país). Como acepción de ruralidad considera una entidad de población de menor tamaño que una villa o ciudad, dedicada principalmente a tareas agrícolas. Nosotros, lo entendemos en el sentido de pueblo llano, de clases populares, que en cada época ha sido conocido por diversos nombres. El común era el pueblo llano. Y el Carlismo siempre ha hablado del común, siempre ha opuesto el concepto de Pueblo al de masas, conjunto de individuos, etc.


Sin duda, algunos se rasgan las vestiduras cuando nos definimos como pueblo carlista, para éstos resulta complejo y polémico que nos definamos así. Pero, es evidente que el pueblo carlista posee unas características que lo identifican y lo diferencian del resto de habitantes del Estado en el que se encuentra englobado. Esta conciencia de pertenencia al Pueblo Carlista, deseoso de preservar la paz y la seguridad, favorece la protección de los derechos humanos de sus miembros ante los ataques sufridos por el aparato del Estado o de quienes, a lo largo de los últimos tres siglos, se han declarado sus enemigos, decretando su persecución o su discriminación extrema y sistemática, sin que parezca existir una solución factible para que desaparezca esta actitud represiva.


Ante este término polémico y que no ofrece un único significado, es común en la doctrina internacionalista y en el criterio de determinados organismos de Naciones Unidas elaborar sus definiciones mediante la conjunción de un elemento objetivo y otro subjetivo.


El elemento objetivo de esta definición lo constituye el conjunto de características que como grupo reúne, en su totalidad o en parte, y que establecen un vínculo entre sus miembros, que es muy superior a la simple asociación de individuos dentro de un estado. Entre otras características objetivas, el pueblo carlista presenta la existencia de una tradición histórica común, de identidad, de homogeneidad cultural, de respeto a las variantes lingüísticas de cada uno de los pueblos de las España, afinidad religiosa e ideológica, conexión geográfica o territorial, vida económica común e importancia cuantitativa.

El elemento subjetivo guarda correspondencia con la conciencia de ser un pueblo y, también, con la voluntad de que se le identifique como tal. A estos efectos, el pueblo carlista está dotado de instituciones y otros medios para expresar sus características comunes y su deseo de mantener su manifiesta identidad.

El Pueblo Carlista es una realidad incontestable en el conjunto del Carlismo. Unas personas con conciencia de ser un Pueblo, que tiene una personalidad muy acusada y una visión particular de la vida cotidiana y que, sobre todo, no está para mimetismos con otros fenómenos políticos, sean éstos del tipo que sean. El Pueblo Carlista no entiende los bandazos en política, y cuando al carlista no le queda algo claro se retira a su casa para que nadie le pueda utilizar, y vuelve a la palestra cuando la libertad de sus Pueblos, la Patria y el Rey le necesitan, cuando se ejerce un liderazgo de forma nítida, diáfana, y de carácter unitario y no disgregador. Uno de los rasgos más acusados de este Pueblo, honrado y combativo, es la fidelidad a unas ideas, a una forma de hacer, a un partido aunque jamás éste haya palpado poder. Su concepción foral de la vida le permite estar abierto a la defensa de todo derecho de las personas, sociedades intermedias y pueblos de las Españas. Su sentido foral le impele a hacer hincapié en las libertades municipales, porque son las leyes, la legislación, la gestión que percibe más el ciudadano, harto ya de pagar impuestos a la provincia, a la Comunidad Autónoma, al Estado, y ahora a Europa. Percibir que tu calle está asfaltada, que la alcantarilla funciona correctamente, etc. induce a participar en la vida pública. Esto era el foralismo, el poder legislar lo más próximo. Basándose en esta idea, el Pueblo Carlista defendió siempre soluciones comunitarias a los problemas: bienes comunales, acción Cooperativista agraria, industrial, la defensa de cosas concretas. El Pueblo Carlista está harto de abstracciones que son propias del universo liberal, y quiere libertades concretas con sus derechos y obligaciones y que sean trasladables al día a día y no estén reservadas para su discusión en las salas de justicia. Quien se pretenda carlista y olvide en sus líneas programáticas y de acción que existe ese sentimiento de ser pueblo carlista, no tiene nada que hacer.


Los intelectuales liberales, los políticos profesionales al servicio permanente del sistema, en su obsesión por el poder podrán elucubrar cuanto que deseen, y vivir así del cuento unas temporadas más a costa de denigrar el carlismo, pero nunca entenderán a un Pueblo como el carlista, que siempre ha sido antidictatorial, que fue antifranquista cuando tuvo que serlo, que se ha mostrado históricamente antiuniformista, y que, también, ha sido capaz de levantarse contra toda tiranía y mandarinato cuantas veces ha sido necesario. Por eso –como nos indicaba Ramón Hernández- la permanencia del fenómeno carlista les resulta algo inconcebible después de casi dos siglos sin haber tomado el mínimo poder.


Publicado en el libro La lucha silenciada del carlismo catalán, bajo el epígrafe de Una presencia permanente. VI.- El Pueblo carlista, la realidad plural del carlismo (Biblioteca Popular Carlista, núm. 17 , Ediciones Arcos, Sevilla 2007)

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19/12/08

La dinastía carlista, otro elemento básico de referencia

Toda organización necesita puntos de referencia y, es evidente que para el Pueblo Carlista la dinastía carlista, la legítima, cumple esa función de conexión. En el transcurso de nuestra historia, la importancia del factor dinástico es indudable y éste se ha de entender como presencia aglutinante, como un elemento positivo de arbitraje, garantía y defensa en la construcción y continuidad del movimiento carlista.


El Pueblo Carlista ha permanecido atento y vigilante para que el orden sucesorio se diera dentro de la legitimidad de ejercicio, porque era el “derecho” por él constituido que hacía invulnerables sus esencias de libertad. Frente a los exegetas de la dinastía usurpadora liberal que imponían en el normal mecanismo sucesorio doctrinas sobre exclusiones por la sangre, el pueblo carlista clamaba por el ejercicio del derecho consuetudinario, que anteponía la legitimidad de ejercicio que condicionaba ese derecho de automatismo de la sangre. De este “derecho popular” nacía el pacto, que constituía la fuente política del ejercicio democrático. Con este pacto y esta doctrina sucesoria o legitimista, los reyes carlistas se erigían en defensores de las libertades populares y se hacía posible esa simbiosis pueblo-dinastía capaz de afrontar los embates del liberalismo y del integrismo. En el Carlismo la legitimidad dinástica radica en el Pacto Pueblo-Dinastía, que se fundamenta sobre el consentimiento libre del pueblo carlista que ejerce su derecho de libre determinación, que tiene carácter universal y cuya inalienabilidad implica que no puede producirse, ni jurídicamente ni por la vía de los hechos, elección alguna que sea irreversible.


En diciembre de 1967, en Lisboa, Don Javier reunía el Capítulo de la Orden de la Legitimidad proscrita. Hacía más de cuarenta años que no se podía realizar una celebración de ese tipo, donde imponer las Cruces concedidas para premiar lealtades y méritos. En este acto, Don Javier recordaba a los presentes que “el Carlismo es más que un concepto de legitimismo. No defiende un derecho puramente histórico, sino la vigencia profunda de la autoridad legítima que sirva al bien común. Cumple unos deberes actuales, una misión plenamente actual. Si es legítimo por su origen lo es también porque se legitima cada día por su actuación."


En Portugal, el 3 de octubre de 1976, Don Carlos Hugo había dejado clara la postura sobre la monarquía. “No hay problema dinástico. Solamente lo habría si dos dinastías compitieran por el mismo trono. Mis metas, las de mi familia no son las de ocupar la jefatura de un Estado, a nuestro juicio autoritario, no democrático e históricamente superado. Nuestras metas son realizar una sociedad nueva, socialista y pluralista. En cuanto a la Monarquía lo plantearemos o no lo plantearemos, según veamos que en ese momento es útil o no al progreso histórico de la sociedad que creemos deseable para España. El problema de la monarquía no lo planteamos como una condición “a priori”, sino como posible complemento o superestructura de un planteamiento histórico revolucionario, que es la realización de una sociedad socialista y de autogestión. Ni yo ni mi familia renunciamos, por ello, a ninguno de los derechos que nos corresponden”.


A su regreso del exilio, don Carlos Hugo de Borbón-Parma declaraba: “No vengo a plantear ningún pleito dinástico, pero tampoco me propongo renunciar a ninguno de los derechos y deberes que me corresponden”. Los carlistas no planteamos un litigio dinástico, sino un pleito político, un proceso esencial de estructuración de abajo arriba de la sociedad y del Estado, que considera siempre que la sociedad y sus cuerpos intermedios son anteriores a la existencia de éste. Un Estado que no es un fin en sí mismo, sino un fin para algo, un algo que es el elemento humano, el garantizar y proteger los intereses de una población, que es la única causa que puede justificar su propia existencia.



El 13 de octubre del 2000, en Trieste, en el II Capítulo General de la Real Orden de la Legitimidad proscrita, Don Carlos Hugo de Borbón Parma añadió algunas consideraciones a las palabras de su padre en el I Capítulo, que reproduzco a continuación:

“La primera es que el Carlismo representa algo único en la Historia, la voluntad de un Pueblo que ha legitimado una Dinastía. Es un pacto entre el Pueblo y una Dinastía. ¿Y esto, qué implica? Implica que el Carlismo a lo largo de ciento setenta años ha hecho cuatro levantamientos, ha perdido cuatro guerras; y la peor perdida ha sido la última, porque no fue una guerra carlista propiamente hablando, y el Carlismo ha sido destrozado. El Carlismo ha sido destrozado pero no vencido. No hay ningún partido político en el mundo actual, ni uno, que tras tales circunstancias haya sobrevivido más de setenta años ¡y nosotros tenemos ciento setenta años! Esto significa que la Dinastía Legitima no busca su legitimidad únicamente en el derecho, aunque lo tenga allí, sino que la busca en el Pacto de la Dinastía con el Pueblo.

Muestra de ese Pacto es aquí, en la Basílica que hemos visitado esta mañana, donde reposan los restos de los reyes carlistas. Ellos no rompieron el Pacto. Estuvieron al lado del pueblo carlista, del pueblo español, para luchar por esas libertades fundamentales a las que nunca podrá renunciar el Carlismo: la Libertad del hombre, la Dignidad de los pueblos y la Justicia en el mundo.

En el momento actual en el que tanto se habla de mundialización, nosotros venimos a ofrecer una solución. Hoy en día el mundo entero está representado en las Naciones Unidas por más de ciento ochenta países, de los cuales las tres cuartas partes son países pobres. La mundialización, la construcción de una unidad mundial es absolutamente necesaria para el desarrollo de todos los pueblos. Pero mientras comprobamos esta necesidad, vemos también sus peligros: que se haga una mundialización a favor de los ricos y no se cuente con los pobres.

Y es la segunda cosa que os quería decir: para evitar la marginación de los más pobres el Carlismo rechaza un sistema mundial que no esté enfocado hacia el bien general y hace un llamamiento a todos los pueblos para que participen en una gran federación que sirva a la protección de la personalidad individual de cada uno como a la personalidad colectiva de todos los miembros de estos mismos pueblos.

Los pueblos de España no responden a una mediación aritmética, jurídica o cuantitativa; son unos pueblos que, con su bagaje histórico, constituyen la identidad de los hombres y de las mujeres que conviven en esas naciones y han formado y forman hoy en día España. Han hecho España. En esa misma línea de libertad de cada pueblo es la razón de estar acogidos y formar parte de la comunidad mundial con el respeto que se debe a cada uno y que proporcione a cada uno la posibilidad de ser dueño de su libertad y de participar de la responsabilidad mundial.

Esto es lo que queremos aportar y, también, lo que quería deciros en este momento en el que nos reunimos aquí para celebrar este acto. No preocuparos de lo que ha pasado, sino de lo que va a ocurrir. He estado muchos años en una universidad y he visto como la sociedad moderna ha comprendido que no puede seguir viviendo lamentándose de la situación actual sino pensando en lo que realmente se puede hacer y cuales son las metas.”


Al concluir este parlamento y tras serle impuesta la Cruz de la Legitimidad proscrita, Don Carlos Javier de Borbón Parma, espontáneamente, dirigiéndose a su Padre, pronunció estas palabras: “Aitá, Padre, haré lo posible para ser digno de tu ejemplo y, con Jaime, Margarita y Carolina recogeremos la Bandera para nuestra generación.”


El papel de árbitro de la situación es una función esencial que el carlismo ha reservado a la dinastía a lo largo de estos siglos, una posición de árbitro que ha de ser entendida por todas las partes. En algunas reuniones determinadas personas expresaban a don Carlos Hugo que mantuviera este papel, que no se decantará hacia ningún sector concreto, y que la posibilidad de acceder hasta él fuera independiente de la postura que adoptase cada uno y de las resoluciones que el partido pudiera tomar sobre personas y casos concretos. Sin duda, el pronunciamiento del Rey legítimo a favor de una tendencia, acabaría por alejar otros sectores. Algunos no entendieron este asunto correctamente y otros muchos, honradamente, no pudieron asumir un radicalismo que en ciertos momentos fue absolutamente pueril. Una época en que, como todos los partidos, el carlista padeció de un cierto mimetismo. Desde la perspectiva actual, pienso que determinadas actuaciones correspondían a la función de un secretario general del Partido y que él hubiera tenido que mantenerse más al margen de la disputas de cada día. La influencia que pudieron ejercer personas como el entonces secretario general del Partido, Pepe Zavala, pudo alejar a los defensores de otros criterios de táctica política.


Entiendo que el pensamiento político de don Carlos Hugo y su familia no difiere esencialmente de la línea política e ideológica que nosotros podamos elaborar en nuestros Congresos y Asambleas.



Publicado en el libro La lucha silenciada del carlismo catalán, bajo el epígrafe de Una presencia permanente. VII.- La dinastía carlista, otro elemento básico de referencia (Biblioteca Popular Carlista, núm. 17 , Ediciones Arcos, Sevilla 2007)
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18/12/08

Un país en decadencia y una sociedad envilecida

La sociedad neoliberal no tiene nada que envidiar a cualquier régimen totalitario, actual o pasado. Aparentemente vencedora de la criminalidad nazi y comunista, ha acabado asumiendo lo peor de los valores y sistemas de ambos tipos de dictaduras.

George Orwell, en su obra 1984, describía una futura sociedad totalitaria controlada por los medios de comunicación, donde el pensamiento único era el camino a seguir y donde el control del Estado sobre los ciudadanos era evidente y perfeccionado. El Gran Hermano era el órgano controlado por el poder que lo domina y lo vigila todo. Con la excusa de combatir la delincuencia o el terrorismo, los edificios, las ciudades, las carreteras, y, pronto, cualquier lugar de paso acogerán la instalación todo tipo de tecnologías, con las cámaras de grabación como mecanismos más visibles, en un avance sin freno hacia una sociedad policial, donde se coarte a la gente y donde el individuo vaya perdiendo, poco a poco, su intimidad personal, sus libertades fundamentales, sus derechos públicos y privados hasta acabar entregando su dignidad en holocausto, para que sirva de carnaza a las fieras que andan sueltas por los parlamentos de la democracia liberal.



El ideólogo Marshall McLuhan profetizó la aldea global, en la que el sueño americano se confundía con la tecnocomunicación, para exterminar lo local e imponer la armonía y felicidad de una única realidad compartida. Para cumplir con la profecía, la política exterior norteamericana no escatimó esfuerzos y donde no cuajaba la estrategia geopolítica de Kissinger y Brzecinsky llegaba el napalm y toda suerte de criminalidad organizada como el extraordinario esfuerzo bélico televisado de la Guerra del Golfo, donde los países de la OTAN, bajo la excusa y la cobertura de ese organismo patético que es ya la ONU, vaciaron todos sus almacenes de armamento obsoleto al tiempo que probaban nuevas armas. Irak, Afganistán, Sahara y otros son los países donde veladamente continúan con su labor de “exterminio humanitario” y de fomento del “terrorismo internacional”.

El ansia de dominación financiera impone la globalización. El ciberespacio y su despliegue digital y la presión política del gran poder económico, conforman la tela de araña unificadora que consagra la hegemonía de las multinacionales mediante una avalancha de producción pensada y dirigida para el consumo de masas. La globalización ultraliberal devendrá de la imposición codiciosa de unos cientos de personas que esperan conseguir sus objetivos gracias a la indiferencia de la mayoría.

El Foro de Davos, buque insignia neoliberal con más de treinta años de existencia, ha validado sus propuestas y conclusiones, y su otro baluarte, el Banco Mundial, ha señalado, cínicamente, que las desigualdades sociales entre países y personas, entre ricos y pobres, se han multiplicado por 50. Ambos se defienden de esta hecatombe mundial, económica y social, porque el mundo es así y es inútil y perverso no aceptar esa realidad, ya que de lo contrario se derivarían mayores catástrofes humanas. De esta forma, la mundialización es consecuencia de la naturaleza humana y un fatalismo que escapa a todo control. Su ideología de crear riqueza es producir beneficios y acumular capital.


Sumida en la estrategia neoliberal, España es un país en decadencia con todos sus frentes abiertos, un campo de batalla donde ya sólo importa el Sálvese quien pueda en un marco de verdaderas ciudades sin ley. Es una sociedad envilecida por unas ideologías que justifican a unos políticos irresponsables cuyo progresismo encubre formas de nacionalsocialismos. Una sociedad envilecida donde los agresores se permiten insultar a las víctimas de sus agresiones mientras éstas yacen en el suelo y donde, posteriormente, los portavoces de los gobiernos tergiversan los hechos a pesar de la existencia de grabaciones que contradicen todas sus afirmaciones. Es innegable que los pueblos de las Españas soportan gobiernos incapaces de dar soluciones sin mermar derechos y libertades fundamentales; pero capaces de crear problemas que derivan en crisis. Unas crisis que se eternizan, que se hacen permanentes ante cada proceso electoral, y que acaban por afectar a las instituciones y al desarrollo de la vida política y social. Si la paz social comienza a tambalearse, quedará afectado, también, el entramado económico y productivo. Unos órganos políticos y legislativos que, para justificarse, producen miles de leyes que, una vez promulgadas, no tendrán eficacia alguna. Un conjunto normativo esencialmente disperso y contradictorio más preocupado en controlar, expedientar y sancionar que en dar soluciones a los problemas de hoy: terrorismo, inseguridad ciudadana, desempleo y empleo precario, especulación de servicios vitales como la vivienda… Don Ramón Mª del Valle Inclán y Montenegro dejó escrito, hace tiempo, que “¡Hablan de las leyes como de las cosechas!... Yo, cuando siembro, todos los años las espero mejores... Las leyes, desde que se escriben, ya son malas. Cada pueblo debía conservar sus usos y regirse por ellos”.

Inmersa de falacias neoliberales, España sucumbe a la abstracción cuando de libertades concretas se trata, y se somete a la predisposición autoritaria de sus gobiernos, que usan las instituciones para conducirla, en la práctica, hacia una sociedad totalitaria. Si se mira la producción legislativa, en ella se extiende el mundo de la prohibición, de la censura velada, del expediente y de la sanción como impera en cualquier autoritarismo. Frente a esta situación, los carlistas oponemos la democracia social como una alternativa al equilibrio de terror neoliberal, amparado en la violencia y en la permisión del microterror familiar, el psicoterror laboral y el establecimiento de un modelo mafioso para la gestión pública, que son utilizados como arma política. De esta farsa neoliberal se benefician el núcleo duro de la clase política dirigente; es decir, conservadores, nacionalistas, socialistas y los disfrazados de ecosocialistas. Las elites se globalizan para afrontar los “cambios reales” del sistema, que limitan y dividen a los trabajadores y que, en los países avanzados, reducen a meras comparsas los denominados partidos y sindicatos de clase.


En las circunstancias actuales, poco se puede esperar de un gobierno mantenido por una cohorte de partidos, que lo extorsionan política y económicamente. Cuando la realidad supera teorías políticas, leyes, reglamentos y otras normas emanadas para su control abusivo, es comprensible que la sociedad no aguante más, por mucha legitimidad de origen que arguyan quienes la explotan, y se alce contra las nuevas tiranías. Una legitimidad de ejercicio no sentida como efectiva por la gente anula toda posible legitimidad de origen. Una situación a la que no es ajena una oposición que va a la deriva desde que Aznar se comprometiera con Bush a actuar como auténtico cipayo de los intereses norteamericanos en el mundo, con la visible consecuencia del atentado del 11 de marzo de 2004 en Madrid. Sin sentido de Estado, gobierno y oposición se arrojan sus respectivas políticas antiterroristas para solaz de unos grupos independentistas esperanzados en delirios secesionistas adobados con historias de mundos que nunca existieron.


Nuestra democracia social opone el Foralismo al centralismo liberal y la globalización. Con el desarrollo del principio de subsidiariedad, exigimos respeto a los derechos forales y al ejercicio del pase foral, y al ejercicio del derecho a la autodeterminación para establecer nuevos lazos entre todos los pueblos de las Españas. Una democracia atenta al fenómeno de la globalización, que comporta nuevas tecnologías, nueva economía y cambios en la producción y en el Estado. Nuestra propuesta no parte de cero, sino que recoge la experiencia del desarrollo de un Estado Carlista en los territorios liberados y, también, de las experiencias autogestionarias, tanto pasadas como actuales, erráticas como posibilistas, desarrolladas en países como Alemania Federal, Argelia, Yugoslavia, Checoslovaquia, Israel, España o Hispanoamérica. La propuesta carlista de Autogestión no es una forma de utopía, ni una formulación pequeño-burguesa, ni una sacralización de la propiedad privada, ni es producto de una espontaneidad apolítica, ni tiene nada que ver con el voluntarismo de raíz fascista ni el individualismo liberal, ni es dadaísmo ni terrorismo. Sí es fruto de múltiples aportaciones de democracia social en libertad, que no acepta infantilismos izquierdistas en alocada sucesión dialéctica, al contrario es imaginación y disciplina. Un planteamiento para hacer viable su implantación, a pesar de las dificultades para su aplicación generalizada en la sociedad actual.


Los principios de la sociedad autogestionaria que proyecta el Carlismo marcan las características esenciales de la Autogestión de la producción, de la lucha, de los nuevos cambios y búsqueda de nuevos objetivos. La Autogestión social carlista se plantea como alternativa al capitalismo, -y al fascismo como fórmula capitalista en momentos de crisis-, y abarca cuestiones como la autonomía de la persona, de las clases populares y la autogestión como una relación social fundamental. Para el Carlismo, la autogestión se plantea también como cambio ideológico inscrito en la historia y en el ser humano, que supera el idealismo, el voluntarismo y el determinismo dialéctico, tanto a nivel de la sociedad como de los partidos de trabajadores y de las organizaciones sindicales, para crear las bases de un nuevo humanismo. Los carlistas planteamos, también, la Autogestión como cambio económico que supere la fase ideológica de la producción –el neoliberalismo, el socialismo autoritario y el neofascismo- y la consiguiente lucha de clases y que responda a la eterna pregunta ¿quién y por qué la impone?, y se pueda debatir sobre las funciones económicas. No olvidamos que la Autogestión tiene un valor como cambio político, sobre el análisis del Estado como problema y la contradicción entre éste y la autogestión, que lleve a las clases populares a la conquista de su autonomía, a la superación de la división del trabajo, a la conquista de la información y al desarrollo de la capacidad creativa. Un cambio que conduzca a una necesaria expropiación por interés social legítimo y utilidad pública para que las clases populares reapropien su capital expoliado por una militantocracia política y por una oligarquía terrateniente, financiera, industrial y militar.


Pero, también, se ha de entender la Autogestión como transformación ecológica. El Partit Carlí de Catalunya plantea como cuestión urgente los problemas ecológicos: 1.- La demografía, y sus efectos de contaminación y de subsistencia, y de crisis de las relaciones interpersonales, solucionables de acuerdo con las peculiaridades ecológicas del ser humano; 2.- El productivismo capitalista y socialista, su obsesión por la cantidad en perjuicio de la calidad, su descuido de las contaminaciones físico-químicas, los problemas ecológicos en el trabajo, la crisis energética que condiciona el modelo de desarrollo y las políticas energéticas que nos imponen el ciclo nuclear, del que derivan las enfermedades y falacias nucleares que se han de rebatir objetando los reactores nucleares; 3.- El Tecno-fascismo, o el triunfo aplastante de los postulados nacionalsocialistas en el neoliberalismo. Ante estos problemas ecológicos, el Carlismo propone el Comunitarismo como una alternativa ecológica, que enlace ecología y autogestión.


Las mujeres y hombres militantes del Partit Carlí de Catalunya queremos transformar la sociedad, tanto a nivel local, autonómico, nacional como internacional. No pretendemos reconstruir un sistema de explotación en cuyo desarrollo y aplicación nada tuvimos que ver, ni luchamos por un simple cambio de tortilla a la usanza de la izquierda tradicional, que nada resuelve. En nuestros inicios, el enfrentamiento con el liberalismo fue claro y explícito; actualmente, el neoliberalismo tiene nuestra más férrea oposición. Pretendemos conjugar la energía y la voluntad que aún subsiste en nuestro país para identificar las necesidades y prioridades de las clases populares.



Publicado en el libro La lucha silenciada del carlismo catalán, bajo el epígrafe de Una presencia permanente. VIII.- Un país en decadencia y una sociedad envilecida (Biblioteca Popular Carlista, núm. 17 , Ediciones Arcos, Sevilla 2007)
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2/12/08

De Mezquitas y de mis amigos

Todos me conocéis desde hace muchos años. Desde siempre he tenido una sola fe y un solo partido, el Partido Carlista. Sabéis, por tanto, de mis responsabilidades en el partido y de mi entrega a la causa común de todos. Como la de muchos de vosotros, mi historia personal se confunde con la del movimiento obrero y popular. Con una militancia sindical de más de tres décadas, comparto la lucha de los derechos humanos a través de Amnistía Internacional con otras muchas personas, o la defensa de los consumidores a través de la OCU. Mi opinión la he ido plasmando a lo largo de varias décadas en publicaciones tan variadas como Esfuerzo Común, Andalán, Destino y otras publicaciones periódicas. Por supuesto que, también, en muchas de las publicaciones que editó o edita mi Partido. En algunas de ellas, mi firma ha coincidido con la de varios de los integrantes de esta polémica.


Como la totalidad de los miembros de mi partido, y la inmensa mayoría de las personas que integran los pueblos de las Españas, tan sólo dispongo de las manos y del cerebro para ganarme la vida honradamente, sin tener que deber nada a nadie.


A todos los que han intervenido en la polémica de la Mezquita y en otras anteriores los considero mis amigos. Pero, por circunstancias de la vida, con unos me he relacionado más que con otros. Por haber coincidido geográficamente con ellos más tiempo, mi amistad con Al Mansur y Joaquín es una relación fraternal. Por ello, a pesar de las pequeñas diferencias que puedan existir entre nosotros, quiero expresar aquí que pongo mi mano en el fuego por ellos.


Recuerdo perfectamente cuando conocí a Joaquín o Al Mansur. A uno de maestro en Monistrol de Montserrat, al otro de vecino de S. Andrés de la Barca y currante en Barcelona. Con ambos establecí una amistad, que siempre he considerado fraternal, y que mantenemos hasta hoy mismo. Juntos hemos compartido muchas ilusiones y actividades en pro del Partido y del movimiento obrero y popular.


Recuerdo el despacho clandestino que Al Mansur tenía a su nombre en la Travesera de Gracia en Barcelona (esquina con la calle Gran de Gracia), a unos cientos de metros de la subcentral de Correos, donde yo disponía de un apartado de correos que era utilizado para la propaganda del partido. En ese despacho, que Al Mansur mantuvo durante años, estaba situada una grabadora de clichés electrónicos que era utilizada para la confección de las publicaciones ilegales del Partit Carlí de Catalunya, que se editaban en un local a mi nombre de la calle Francisco Aranda de Barcelona. En unos tiempos en que una caída del aparato clandestino de propaganda era una posibilidad real y diaria, la confianza del uno en el otro no podía más que ser absoluta. Los cambios, posteriores, que se hicieron por seguridad, eran conocidos por él y yo. Nunca tuvimos la más mínima incidencia ni peligro cierto de intervención policial. Hoy, como ayer, conservo mi más absoluta confianza en él. Hoy, como ayer, me honro públicamente de su amistad.


Tampoco, puedo olvidar que Al Mansur, mucho mejor situado económicamente que nosotros, no dudaba en pagar a escote gran parte de la propaganda que se editaba. Sobre todo, la profusión de octavillas que se distribuyeron por centros de enseñanza, tajos y empresas. Ni puedo ocultar que su dedicación al Partido cubría la mañana, tarde y noche, ya que en su actividad laboral podía despistar algunas horas, que entregaba al partido. Él diseñó múltiples acciones, como el lanzamiento de propaganda desde la terraza del Corte Inglés de Plaza Cataluña de Barcelona. Con él corrí por las calles de Cornellà, cuando por la noche estábamos realizando una pintada y desde el fondo de la calle una pareja de tricornios, con sus siluetas sombreadas por la luz de la noche, nos dio el alto y preparaban sus armas para disparar.


A mí personalmente, desde 1984 me ha facilitado contactos con carlistas a quienes, por circunstancias laborales o vitales, les habíamos perdido la pista. Y gracias a él, volvieron a contactar con el Partido.


Y haciendo un salto en el tiempo, me sitúo en 2004. Durante las elecciones de este año, él desinteresadamente ha prestado más colaboración al Partido que un buen número de los que se titulan militantes del mismo. Y no quiero entrar en más detalles, pero es un acto de Justicia reconocerlo públicamente.


Como todos, hemos dudado en ocasiones de nuestras más profundas creencias, y legítimamente, cada uno ha considerado la opción que creía más acorde con sus sentimientos. Ante esa libertad de optar no puedo manifestar más que mi más absoluto respecto y mi defensa de tamaño acto de libertad personal. Por ello, cualquier mención difamatoria o insultante, o cualquier ataque que se haga sobre la libertad religiosa encontrará en mi a un claro opositor. No podemos volver a la Inquisición, pero tampoco a ese anticlericalismo de los siglos dieciocho, diecinueve o veinte. No olvidemos nunca que Religión deriva de Re-ligare, o lo que es lo mismo UNIR.


Cada persona puede opinar sobre cualquier aspecto de la vida, siempre que lo haga sin insultar ni tratar de vejar a su oponente, y entre todos hemos de aprender ese mínimo respeto exigible a todo ser humano. Por eso, sobran los guardianes de las ortodoxias y de no se sabe qué purezas ni lindezas ideológicas. Si, de verdad, existe respeto por las opiniones de los demás, no cabe hablar de traidores, ni realizar adjetivaciones de semejante estilo. Es plenamente legítimo que una persona pueda, a lo largo de su vida, cambiar de opinión y defender otras opciones tan lícitas como las que profesaba hasta ese momento.


Todos cuantos han intervenido en esas polémicas con “el de Málaga”, indudablemente, han tenido cientos de aciertos en sus otras intervenciones en el Foro; por eso, si alguna vez se ha cometido un error, qué cuesta reconocerlo y disculparse por él. El mantenella y no enmendalla no conduce a nada, salvo a crearse enemistades gratuitas que pueden durar por los siglos de los siglos.


Enemistarse, en estos momentos en que el neoliberalismo avasalla a diestro y siniestro, es un lujo que las clases populares de las Españas, no nos podemos permitir. Son tiempos de aglutinar todas las fuerzas posibles, porque el adversario –el salvaje capitalismo monopolista disfrazado de democracia formal- se muestra con mayor capacidad imperialista que nunca, con mayor disposición para adocenar las mentes y los espíritus de las clases populares.


Pensemos entre todos que, a pesar de las apariencias, este siglo no será precisamente el de la transparencia y objetividad informativa, sino el de la desinformación, el de la manipulación y el control férreo de cualquier noticia, de cualquier evento, de cualquier acción política que no se acoja al paraguas del pensamiento único neoliberal. Un sistema que dispone de poderosos medios para invadir las regiones más recónditas del planeta con sus mensajes, en los que la mentira, la ocultación y los bailes de cifras se convierten en todo un ejercicio para desinformar a la población. En nuestro país la tergiversación es diaria en la información, por ejemplo, sobre el país vasco, los movimientos alternativos y antiglobalización, o sobre el carlismo.


Estamos, pues, ante una lucha desigual en la que nos necesitamos todos, independientemente de la opción política concreta de cada cual, para poder hacer frente a la avalancha que nos viene encima. Nuevo proceso desamortizador de bienes públicos, proceso de reprivatización del poder público por las oligarquías autonómicas, instauración de un nuevo orden en el que los Organismos internacionales no son otra cosa que meras comparsas, proceso de despolitización de la gente mediante concentraciones multitudinarias o los medios de comunicación que son utilizados para dar las órdenes transmitidas por el imperio. Ya no se trata tan solo de disentir y criticar las políticas neoliberales, se impone la contrainformación como medio de acción política, de difundir las luchas sociales y locales y de dar a la resistencia de las clases populares un carácter de transformación.


Unas clases populares que son tratadas a diario con desprecio, con explotación y con soberbia para desmovilizarlas y hacerlas sentirse ajenas a las injusticias sufridas por otros. El Carlismo es ajeno al concepto de masas y ha asumido siempre el concepto de Pueblo, como conjunto de personas con una conciencia y una pertenencia a un ideal colectivo, que le insta a tener derechos y cumplir obligaciones, y a ser sujeto de su propia transformación.


Por ello, yo pediría a todos que nos dejásemos de polémicas estériles y aglutináramos nuestras fuerzas para ponerlas al servicio de los pueblos de las Españas. Un concepto en el que todos cabemos sin discriminación y con dignidad, sin tener que renunciar a ápice alguno de nuestro propio ser.


Julio Gómez Bahillo

(29.07.2004 - Intervención en el Foro de Debate del Partido Carlista)

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